Capítulo 7

Retratos del bosque entero

De la política y el arte

 

Cuando la asamblea del bosque se reunió para decidir a quien encargar la obra que conmemoraría los tres mil años del cañón del sur a nadie sorprendió que en breve el nombre de Miguel, el tarsio, fuera mencionado. A nadie sorprendió, tampoco, que con justa deliberación en corto se decidiera que era él y no nadie más quien pudiera acometer semejante tarea. Los largos años de oficio, la creatividad que le permitía reinventarse en cada oportunidad, y, sobre todo, un sentido de la belleza logrado a base de observar el mundo con los ojos abismadamente abiertos lo convertían en la mejor opción posible. Sabían que en sus manos de dedos largos quedaba la tarea en buen lugar, y pronto se llamó a garza para que volara a su rincón del bosque a compartirle la noticia.

 

El cañón del sur era un lugar rocoso de antigua formación e importancia suprema para los animales del bosque. Decían que en el comienzo de los tiempos había sido su protección la que permitió sembrar a la sombra de su cuidado, que su presencia de muralla, de roca sólida, fue bastión contra los vientos que de otro modo no habrían permitido florecer la vida en el bosque. Durante años, cada vez más, la memoria parecía olvidarse de su importancia, pero durante años, con idéntica insistencia, los animales más viejos, conscientes de la necesidad de mantener la historia viva, volvían a contar sobre el cañón del sur, sobre las primeras cuevas horadadas en su pared, sobre cómo fue primero la roca que defendió los árboles cuando estos todavía no tenían raíces suficientes para enfrentarse al viento. Los tres mil años eran, pues, una conmemoración relevante, y una oportunidad, única como todas las oportunidades, de volver a mirar un territorio que quizás significaba poco para algunos.

 

 

No es de extrañar, entonces, que cuando garza se presentó ante Miguel éste recibiera la noticia con lentitud. En el fondo de sus pupilas —donde grulla temería haberse perdido si la hubiese mirado más tiempo— rutiló una chispa cósmica, como una explosión de estrellas, como si el universo fuera consciente de la importancia de sus instantes. Era, con diferencia, la tarea más importante que había recibido jamás y llegaba justo ahora, en los márgenes de la vejez, como un chance único para cerrar con broche fresco y nuevo una carrera artística única en su tipo: disparatada, enriquecida en múltiples técnicas, siempre atenta a renovarse en los giros del camino.

 

Miguel despidió a garza con un certero “Dígales que sí” y esa tarde misma organizó su equipo de viaje para trasladarse a vivir al cañón. Si quería presentar algo que valiera la pena, mejor haría en conocer el territorio, en vivir allí, entre las rocas peladas por el viento, siendo parte de ese paisaje muy viejo, y muy árido, donde una montaña de piedra, plana como una pizarra, se elevaba hasta perderse. Estuvo instalado pronto a la vera del cañón y dejó a sus ojos beberse la magnitud de la tarea. ¿Qué hacer allí? ¿Cómo enlazarse, artísticamente, con esta tradición más vieja que las más viejas tradiciones? ¿Qué entregarle al bosque que fuera a la vez memoria e invitación, homenaje y movimiento?

 

En la obra de Miguel abundaban ejemplos tan diversos como disonantes. Había sido el pionero de la escultura viva, donde guiando hiedra y jugando con macetas cultivadas llenó el bosque de animales que eran plantas. “Por que somos uno y lo mismo”, explicó, “y no deberíamos olvidar que siendo uno y lo mismo somos plantas y animales el bosque”. También había, durante unas elecciones a la asamblea, repartido por el bosque una serie de cubículos, cubiertos con mantas trenzadas, en cuya entrada se leía “El mejor candidato a la asamblea” y que tenían por dentro un espejo. “Háganlo cierto”, dijo, “que sea verdad”, insistió cuando le preguntaron. Últimamente, sin embargo, había vuelto a lo clásico, a lo más básico del dibujo y la pintura. Con un bolso lleno de pigmentos, y usando la punta de los dedos largos como pincel, hacía retratos y escenas y estallidos de color. Algo así se imaginaba para el cañón: conseguía ver la piedra gris cubierta de colores.

 

¡Ah! Pero, ¿qué pintar?, ¿qué era digno de pintarse en esa pared milenaria para celebrar tres mil años del cañón que era como decir tres mil años del bosque? Cazando inspiración empezó un peregrinaje, tenía todavía un año largo para preparar su obra. Podía confiar en que divagando aparecería el tema adecuado. Quería llenarse del bosque, volver a verlo completo, con sus destellos, con sus oscuridades. Encontrar en algún recodo un gesto capaz de resumirlo, capaz de contenerlo entero. Estuvo en el estanque de las ranas, trepó con cuidado en la ceiba de los nombres, vio atardecer sobre el túnel de los topos y se permitió bailar en el perfume de la pradera de las margaritas. En cada lugar sacaba su libreta y hacía bocetos, apuntes, pero todavía no ocurría el deslumbramiento, todavía no sentía que el tema hubiese llegado a él.

 

Al tercer mes de vagabundeo ocurrió algo. Hacía un boceto de la playa occidental del río cuando una niña nutria se acercó a mirar sus dibujos. “Le falta el chapuzón”, dijo, y quizás intuyendo la docilidad del anciano le pidió la libreta. Miguel, el tarsio con los ojos más grandes del mundo, le entregó el trabajo en proceso y la nutria dibujó sobre sus trazos, con pigmento azul, algo que quería ser el movimiento del agua cuando alguien se sumergía de golpe desde la orilla. “Así está mejor”, le dijo ésta devolviéndole la libreta, y saltó al agua. No era una gran obra de arte, el trazo era infantil y no dominaba ninguna técnica, pero más allá de eso, allí estaba la idea. Miguel lo supo, como sabía siempre esas cosas, y a la mañana siguiente empezó su obra.

 

En absoluto secreto contrató un equipo de constructores. Tuvo reunión privada y compartió los planos de su idea luego de hacerles prometer secreto. Un grupo de castores, iguanas, monos y ratones empezó a desfilar en el gran cañón, cubierto ahora por entero con una manta para evadir las miradas curiosas y mantener, de ser posible, la sorpresa. Mientras tanto, Miguel se dedicaba a seguir vagando por el bosque. Dedicaba las mañanas a hacer bocetos, a pintar escenas. Y las noches, conmovido por el gesto de la niña nutria en su pintura, empezó a dar cursos de pintura. Elegía un claro bien iluminado. Repartía pigmentos y materiales, y a todo animal que quisiera asistir le enseñaba a manejar el color, a medir las proporciones, a liberar la timidez que por algún motivo nos aleja de la posibilidad de inventarnos la belleza sobre el mundo.

 

En ebullición paralela crecían tanto la curiosidad por la obra encargada a los constructores, como el entusiasmo por participar en las clases de arte de las noches. De vez en cuando, cada quince días al comienzo, pero luego cada mes, e incluso alguna vez tardó dos meses, Miguel visitaba las obras en el cañón. Pasaba el día tras la cortina y regresaba luego a sus andanzas y a sus clases. La asamblea confiaba en su talento, por supuesto, pero no dejaba de preguntarse si con el escaso tiempo que dedicaba a la obra, y el mucho tiempo que dedicaba a las clases, no estaría el maestro siendo irresponsable. Quizás la magnitud le había impresionado. Quizás la vejez, que en los tarsios llega temprana, había conseguido morderlo. Enviaron, para estar tranquilos, a uno de los delegados, el oso de anteojos, a hablar con él. Su regreso tranquilizó a todos. “Su obra es bellísima”, dijo luego de pasar el día y la noche en las clases de pintura y haber tenido tiempo de hablar largamente con el tarsio. “Me ha pedido que guarde el secreto todavía, pero les aseguro que es una obra como el bosque nunca ha visto”. Con esta nueva tranquilidad no quedaba más que aguardar el momento en que cayera la cortina, y la fecha estaba cada noche más cerca.

 

Faltando una semana, Miguel se retiró a vivir tras la cortina junto al equipo de construcción. Cada día los animales vecinos al cañón veían pasar cajas de materiales. Pigmentos de los más diversos colores. Carros llenos de carboncillo, de grafito. La imagen del tarsio trabajando sin detenerse, sin dormir, usando todos esos materiales se convirtió en una leyenda. Era como pensar en una especie de trance, un pequeño animal en trance sin comer, sin dormir, siendo uno con la pintura. Para verlo, y para ver su obra, y porque personalmente los había invitado a cada uno a lo largo de sus jornadas vagabundas de profesor de arte, los animales en pleno asistieron a primera hora el día de la revelación. Esperaban ver surgir al genio iluminado de detrás de la cortina, su cuerpo agotado por el trabajo, su pelaje cubierto de pintura.

 

En lugar de esto, Miguel el tarsio, apareció tranquilo. Sin machas de pintura, sin señales de no haber dormido. El bosque completo esperaba frente a la gran cortina. La asamblea de animales no sabía que esperar. El equipo de construcción había mantenido el secreto. El oso de anteojos había mantenido el secreto. Todos los animales expectantes miraron al tarsio cuando empezó a hablar.

 

“Busqué largamente qué obra merecía este lugar y este momento”, dijo, “y la respuesta fue un chapuzón”. En el silencio su risa, su alegría, sonó como un guijarro al caer al agua y sumergirse. “Vi lo que no había visto. Este cañón es la vida de nuestro bosque, es su origen, y por tanto es el origen de cada uno de nosotros. Si ha de ser una obra, tiene que ser la obra de todos, de cada animal, de todos”. A una señal la cortina cayó.

 

A las espaldas de Miguel el muro estaba en blanco, un sistema de andamios se alzaba frente a él, elevándose hasta la cima. En cada nivel, ordenados, materiales de pintura aguardaban para ser usados. “Esta será nuestra obra. Les he enseñado a pintar, pero, sobre todo, a reconocer que en cada uno está el corazón del color. Que nadie olvide nunca el día en que cada animal del bosque dejó su huella, su trazo, en nuestra historia”.

 

Los animales se demoraron un momento en comprender. Luego, con alborozo creciente, caminaron hasta los andamios y fueron eligiendo su rincón, su espacio. El carboncillo trazó formas, la pintura fue llenándolo todo. Cada familia, cada grupo, cada uno puso allí lo que quisiera. También los miembros de la asamblea se sumaron a la obra. Miguel, el tarsio, lo vio todo.

 

Miles de animales, todos los animales, llenando un muro de granito de tres mil años de historia con su propia historia. Roca y corazón siendo una misma cosa. “Es hermoso”, pensó, y caminó despacio para buscar su rincón entre los demás.