Capítulo 5

La presa monumental

De la política y la ciudad

 

Todos sabían que castor sabía todo sobre los árboles. Podía diferenciar por el sonido del viento entre las ramas no sólo la especie, sino la edad, la altura, la ubicación y hasta si tenía alguna enfermedad el ejemplar en cuestión. Había, incluso, un juego común que consistía en ofrecerle una astilla, diminuta, sin marcas aparentes, para ver si conseguía adivinar de dónde la había traído el portador. “Esta no es de este bosque”, respondió una vez a una danta que creía haberlo por fin engañado, “parece de los bosques del norte, huele a desierto”, concluyó luego de un examen más detallado. La danta, sorprendida en su treta, no pudo más que admitir y admirar para bien de la fama de castor.

 

Lo que no todos sabían era que castor sabía también todo sobre muchas otras cosas. El juego de los árboles se había convertido en su rasgo personal con tal profundidad que eclipsaba cualquier otro atributo, pero en su largo trabajo en la madera castor había aprendido a escuchar al bosque. Los árboles, los que talaba y los que cuidaba, le revelaban historias, opiniones, comentarios. No era una conversación al estilo clásico, como la que se mantiene entre animales, era otra, más suave, quizás, más sutil, enraizada en un lenguaje que tiene siglos enteros para formular una pregunta, y siglos enteros para ofrecer una respuesta. Los árboles hablaban con castor a través de un idioma oracular, con sus orígenes bien hondos en el pasado y su vista capaz de otear múltiples futuros distantes.

 

 

Había aprendido así, castor, sobre las cosas que se ocultan en la tierra, sobre los sustratos fríos de las profundidades y el tacto de las rocas, sobre las leyendas del viento y sus cambios de humor. La conversación con los árboles le anticipaba las tormentas, le revelaba los secretos de la cosecha, le entregaba una íntima comprensión que él no sabía cómo compartir correctamente con los demás: como un sistema de raíces donde todo se conecta, también el bosque era un tejido y cada animal en él, y cada árbol, y cada roca, y cada afluente, hacía parte esencial de un equilibrio sutil y necesario. Todo esto lo sabía castor, pero no todos sabían que castor sabía todo esto.

 

Sabían que sabía sobre árboles, y sobre cómo cortarlos para hacer presas, claro. A lo largo de su vida, castor había construido muchas presas. Una para ampliar el estanque de las ranas, una para desviar una corriente hasta el campo de margaritas, una para ayudar a mantener seco el túnel de los topos. Las presas de castor eran buenas presas, duraban en el bosque, con el tiempo se cubrían de vegetación y casi que desaparecían en el paisaje. Por eso, pese a que ya se había retirado de su oficio, quisieron saber su opinión ante el proyecto de la presa monumental. Todos sabían que castor sabía todo sobre construir presas, y su consejo era importante.

 

La presa monumental permitiría construir en el bosque canales navegables. Grandes rutas ininterrumpidas para que los animales pudieran moverse en balsa de un punto a otro. Moverse en balsa era, todos lo sabían, más rápido que moverse caminando o reptando. Un sistema de canales trazaría en el bosque nuevas rutas, y la presa monumental, levantada en el extremo oriental del río, permitirían inundar los canales para mantenerlos transitables. El proyecto cambiaría el bosque para siempre, por fin se podría recorrer de extremo a extremo en sólo una jornada, por fin se reduciría el tiempo que tomaba transitar por él. Durante los últimos años el bosque se había convertido en un centro urbano importante, con sus negocios y sus ocupaciones, y sus relaciones comerciales con otros bosques. La velocidad de los canales era la respuesta perfecta a esas nuevas necesidades, sería el gran colofón, la más clara evidencia de que el bosque entraba en una nueva etapa de desarrollo, el orgullo de todos los animales.

 

Pero la presa monumental no era fácil de construir. Todos sabían que un proyecto de esas magnitudes, cuyo desafío esencial era redistribuir el caudal entero del río, requería pericia técnica, conocimiento, y experiencia. Por eso presentaron a castor la idea, y los planos, y le pidieron su opinión. Un comité de constructores se presentó en su nido y expuso todo esto. Porque no todos sabían que castor era prudente se sorprendieron de su falta de emoción. Pidió que le dejaran los planos, el nuevo trazado del bosque, por donde pasaría cada uno de los rápidos canales, y que le dieran una semana para pensarlo. Aunque la emoción exigía premura, las recomendaciones técnicas de castor eran esenciales, y el comité accedió a la petición. Para la semana siguiente se citó a una asamblea general del bosque para presentar el proyecto con las recomendaciones de castor. Todos sabían que a los animales les emocionaría esta solución a la movilidad. Era cuestión de tiempo, y una semana para dar la noticia no era tanto, después de todo.

 

Mientras esperaban las palabras de castor, el comité y los encargados del proyecto comentaron su idea, y poco a poco, de voz a voz, los animales empezaron a soñar su bosque con canales. Se veían de pie en las balsas, recorriendo raudos del hogar al encuentro, del encuentro al hogar. Imaginaban una nueva era donde podrían darle la vuelta al bosque antes de que se pusiera el sol. Se veían majestuosos y libres sobre las aguas. Algunos, incluso, empezaron a pensar en cómo construirían su balsa, de qué color teñirían la madera, cuál sería la más resistente y la que tendría mayor flotación. También eso podrían preguntárselo a castor, cuando resolviera las dudas técnicas de la construcción.

 

 

Entre sueños de cambio pasaron los días del plazo como pasan los días siempre, con un sol y una luna, pero muchos sintieron que había sido menos, como si la velocidad de los canales ya estuviera con ellos. Reunidos en la asamblea, esperaban a castor, impacientes. Todos sabían que castor no era rápido para caminar por el bosque, nadando era rápido. Ahí había otra ventaja de los canales, si estuvieran ya construidos no habrían tenido que esperarlo tanto, pensaban. Un murmullo de emoción acompañó su llegada a la asamblea. Lo vieron avanzar hasta la mesa central, donde el comité de la presa monumental lo aguardaba.

 

Saludos, protocolos, los miembros del comité presentaron el proyecto, hablaron de las ventajas de la movilidad, del salto al futuro que esto representaba para el bosque. Luego invitaron a hablar a castor, para escuchar sus opiniones técnicas al respecto.

 

Todos sabían que castor era tímido al hablar y acompañaron con aplausos el esfuerzo que debía estar haciendo para ponerse de pie delante de todos. Callado el último eco, castor suspiró.

 

—He visto el proyecto, he estudiado los planos —comenzó—, sé que el entusiasmo es grande y creo que sería posible construir la presa monumental y los canales.

 

Una oleada de aplausos recibió las palabras de castor, quien con un gesto de la mano pidió silencio de nuevo.

 

—Pero —continuo con los ojos firmes en la asamblea —, no creo que debamos construirla.

 

Hay silencios que tienen textura. Éste era un silencio pegajoso. Los animales aguardaban a que castor continuara. Los miembros del comité lo miraban con asombro y si no fuese porque todos sabían que castor sabía todo sobre presas seguro alguno se habría levantado para reclamar la palabra y continuar la sesión sin esa interrupción tan molesta.

 

—Creo —continuó castor luego de medir el impacto de su negativa—, que construir la presa nos traería a largo plazo una pérdida irreparable. Los árboles no están acostumbrados a un terreno inundado y seguro se resentirían sus raíces. Varios de los canales, además, están pensados para correr por caminos secundarios, pequeños, que justo en su familiaridad significan mucho para quienes acostumbran a pasear por allí. Creo que el bosque no debería ser prioritario con las balsas, sino con los animales, cómo lo ha sido hasta ahora. Con otras presas menores hemos hecho antes espacios y canales que sirven a un propósito, y que se funden con su entorno y con nosotros. Creo que la presa monumental no se fundiría nunca con nosotros, no sería parte de nuestras vidas. Buscando facilitarlas terminaría inundando lo que el bosque significa en ellas, y no puedo apoyar que eso ocurra. Este es el bosque de los juegos de mi niñez, de los paseos de mi juventud, y espero que muchas otras generaciones puedan jugar y pasearse en él. Los canales, la presa monumental, evitarían eso. No me imagino juegos o paseos en balsa. Tampoco lo imaginan los árboles, tampoco lo imaginan las piedras. Esa es mi opinión.

 

La tensión silenciosa estalló en un ronquido de voces, los miembros del comité agradecieron, con los rostros sombríos a castor, quien se retiró del recinto dejando tras de sí el furor de las conversaciones. Sabía que todos habían esperado de él un acompañamiento de experto técnico, sabía que todos esperaban que hiciera posible la presa monumental. Sabía también que todo lo que había dicho nacía de una certeza: el bosque es un delicado equilibrio que se construye con cada acción y él, constructor de presas y conocedor de árboles, estaba dispuesto a recordarle esto a los demás animales siempre que parecieran olvidarlo. Con la tranquilidad de quien habla su voz para que le conozcan, castor durmió esa noche mejor de lo que había dormido en toda la semana.

 

La mañana siguiente una joven zarigüeya le esperaba a la salida de su nido.

 

—No saben todavía si seguir o no seguir con la presa monumental, nos están invitando a todos los animales a tomar la decisión —dijo, una vez castor le preguntó el motivo de su visita. Lo vio apoyar la mano en el tronco de un árbol cercano y suspirar profundamente. —¿Qué planea hacer?— le preguntó.

 

—Contar mis motivos —contestó castor—, mostrar por qué es un error.

 

La joven zarigüeya lo miró fijamente. Un castor viejo, con el lomo erizado de pelaje pálido, la voz llena de años y de raíces y de viento.

 

—¿Cómo puedo ayudar? —le preguntó.