Capítulo 3

Sopa de todo lo verde

De la política y la cocina

 

De los paisajes del bosque podía jactarse la garza de un conocimiento amplio e íntimo. Seis años repartiendo cartas, entregando paquetes, llevando mensajes, habían forjado en su memoria un mapa claro de cada rincón, cada recoveco por remoto o de arduo acceso que fuese. Conocía la pradera, las rutas de los túneles, las montañas distantes en el sur y las riberas enteras del río. Ninguna parcela permanecía, para su diligencia y su curiosidad, sin visitar. O bueno, casi ninguna. Estaba, por supuesto, la isla de la tortuga, un oasis no demasiado grande, no demasiado pequeño, justo en medio de la corriente donde el río se hacía más ancho. Desde siempre, desde que el bosque era bosque, se cuenta que la tortuga había vivido allí en completa soledad, y que si bien no rechazaba a los visitantes tampoco les prestaba demasiada atención, apatía a la cual habían optado por interpretar los demás animales como deseo de soledad que decidieron responder como si de una anacoreta pausada se tratase.

 

De ahí que ahora, mientras sostiene entre las plumas la carta, no pueda creerlo del todo. La dirección del bosque es correcta. No tiene remitente. Donde debe decir el destinatario dice, solamente, “Tortuga”. Tortuga es la única tortuga del bosque, si los datos son exactos esta carta es para ella, eso significa que garza deberá volar, por primera vez en sus seis años de servicio postal, hasta la isla en el medio del río. Por una parte, le entusiasma saber que el mapa mental va a completarse, que ahora ninguna zona del bosque permanecerá en blanco. Por otra parte, el misterio del sobre sin remitente, la posibilidad de molestar a la tortuga meditabunda, y un no sé qué de prohibición nunca dicha hace que le tiemble el vuelo y se pregunte si no hará mejor en dejar la entrega para luego, en hacer como si la carta no hubiese llegado la noche anterior, ignorar el deber que su pequeña empresa lleva desde el slogan. “Seremos tan rápidos como sus palabras de emoción”. ¿Pero y si la carta no trae palabras emocionadas? Garza sacude la cabeza y se regaña mentalmente. Cumplir con el trabajo, prestar un buen servicio, es su manera de responder al bosque que le presenta todos sus secretos. Mete la carta en el saco, estira las alas, y vuela. Desde el cielo, la isla en medio del río parece tener forma de hoja.

 

 

Tortuga, para sorpresa de garza, no parece extrañarse de recibir una carta. Con una cortesía vieja, de esa que quizás tengan ciertas piedras, ciertos cristales, recibe la entrega y agradece. Su voz es una caverna despaciosa que demora las sílabas, y el “Gracias” pronunciado parece dividirse en tres bloques de viento. Gra. Ci. As. Luego hace casi como si garza no existiera y frente a ella, sin pudor y sin prisa, rasga el sobre. A garza le vence la curiosidad, y se queda en la isla mientras tortuga lee. “Si me pregunta qué necesito siempre puedo decir que es por si necesita mandar una respuesta”, piensa, mientras aprovecha la ocasión para aprenderse la geografía de la isla en medio del río, para grabar en su experiencia la vegetación (hay plantas rastreras que no ha visto antes) y los mínimos gestos del paisaje.

 

Absorta en la contemplación casi olvida la lectura de tortuga, que a diferencia de sus movimientos le toma apenas un instante. Por eso se asusta cuando la escucha dirigirle la palabra. “Necesito una olla muy grande”, dice tortuga. Excepto que no lo dice así, sino despacio. Ne. Ce. Si. To. U. Na. O. Lla. Mu. Y. Gran. De. Garza escucha con atención, la carta parece haber desaparecido, comprende que la privacidad es parte esencial de su oficio y se compromete a buscar la olla para traerla al día siguiente. No suele prestar ese servicio, tortuga ni siquiera ha mencionado la voluntad de contratarla como recadera, pero hay algo en el tono, algo en ese “Necesito” pronunciado en sílabas carrasposas que la dispone a la ayuda. Después de todo, mucho tiempo ha estado tortuga sola y si su alada compañía puede ser de utilidad, que así sea. La mañana siguiente, haciendo gala de una fuerza y una gracia que eran orgullo personal, grulla voló de vuelta a la isla de tortuga (la isla en medio del río, la isla con forma de hoja) cargando la olla más grande que encontró.

 

Tortuga recibe la olla con su lento agradecimiento habitual, y con un gesto de la pata parece decirle a garza que espere un momento. Al menos eso entiende garza, al menos eso cree y empieza a dudar mientras pasan los minutos y tortuga, que se perdió en el centro de la isla, no regresa. Decide, sin embargo, esperar. Algo la hace esperar. Algo que puede ser el misterio de la carta, la certeza, el instinto de que en la carta había algo importante y que su lugar en el bosque, su servicio, es esperar a tortuga, sin importar que se demore horas en volver. No son horas, sin embargo. Tortuga regresa trayendo una resma de papel y un bote de tinta. Usa sus uñas para escribir. Le dice a garza que necesita hojas. ¿Hojas? Hojas, y va dibujando los contornos en el papel. Hojas con distintas formas, hojas que son obviamente eucalipto, hojas que son laurel, hojas que son dientes de león. Tortuga dibuja hojas en las hojas, una hoja por hoja, y le dice a garza que las necesita, que no todas están en su isla y que si puede buscarle las que le pide.

 

 

—¿Cuántas va a necesitar de cada una? —pregunta garza.— Muchas —dice tortuga (Mu. Chas.)

—¿Puedo saber para qué las necesita? —se impone finalmente la curiosidad al decoro, la respuesta de tortuga es, como siempre, pronunciada parte a parte, lentamente.

—So. Pa. De. To. Do. Lo. Ver. De.

 

La sopa de todo lo verde implica una cocción lenta, muy lenta, por días, por semanas incluso, y lleva dentro ochenta y siete tipos de hojas distintos. Las minucias de su preparación exceden la comprensión de garza que se limita a traer bolsas con hojas y a acompañar a tortuga mientras, con la velocidad de la paciencia, va mezclando, probando, cambiando, revolviendo, añadiendo carbones a las brasas frente a la olla llena de un líquido espeso, burbujeante, al que garza no dudaría en llamar desagradable si no fuese porque, contrario a su apariencia, emite un aroma fresco, mentolado, muy apetitoso. En el proceso tortuga habla poco, pero basta para que garza vaya acostumbrándose a su lentitud. Mantienen conversaciones sobre el clima, sobre la lluvia o el sol recientes. La carta no se menciona. La sopa no se menciona. Sólo se acompañan a cocinar y garza intuye, lo sabe en su instinto, que tortuga aprecia su presencia.

 

Ha pasado casi un mes cuando tortuga le pide a garza repartir las invitaciones. ¿Las invitaciones? Tuvo que haberlas escrito en las noches, o en la madrugada antes de que garza llegara a acompañarla. Son tarjetas, pequeñas, y hay muchas. Garza comprende que su labor de mensajera empieza de nuevo. Tortuga está invitando a los animales a comer sopa de todo lo verde. Los animales, por curiosidad, asistirán seguro a comer sopa de todo lo verde. Ese mismo día, antes de la tarde, garza ha entregado cada invitación personalmente, y ha convencido a los animales de asistir. Sabe, intuye, que es importante su presencia. Sabe, también, que la curiosidad de conocer la isla sería suficiente para que todos asistieran, pero no está de más insistir.

 

El mediodía señalado la isla bulle con actividad que no conoció nunca. Patas, saltos, ruidos llenan sus rincones.

 

 

En el centro, ubicada ampliamente, una serie de mesas largas espera a los comensales. Y tortuga, junto a la olla, permite a garza encargarse de servir. Hay algo solemne en la comida, algo de expectativa mientras todos, haciendo silencio mientras los platos aparecen frente a ellos, se sientan a comer. Tortuga pronuncia un Bu. En. Pro. Ve. Cho., y más por cortesía que por ganas, las bocas se cierran sobre la primera cucharada. Entonces la sorpresa obliga a sonreír. La dichosa sopa de todo lo verde no está mal, no está para nada mal. También garza se sorprende, y come, y sonríe en la felicidad general mientras tortuga bebe a su lado en un viejo tazón. Sabe que no es lo último, sabe que ocurrirá algo más. Cuando tortuga termina ya los demás han terminado, y observan a garza esperando indicaciones. Su gesto les pide paciencia. Lentamente, tortuga empieza a hablar.

 

—Hace tiempo. Mucho tiempo. Madre preparó sopa de todo lo verde. Fue la primera vez. Lejos de casa. Encerrados. Éramos siete y ella. Mis seis hermanos y ella. No había mucho, pero había todo lo verde, y la receta. La receta es vieja. Muy vieja. De tiempos que incluso yo no recuerdo. Ya esa historia se va yendo. Un día las tortugas no tuvimos hogar sobre la tierra. Un día aprendimos a hacer sopa de todo lo verde. Madre ya no está. Llegó una carta. Madre se fue, se convirtió en nube y ahora es ligera. Queda su recuerdo. Queda su sopa de todo lo verde. Yo quería compartirla. Es la sopa de las tortugas. Es la sopa de madre. Es la sopa de mí. Esto soy, esto somos. Sépanlo. Conózcanlo. Gracias por venir.

 

Cuando el último invitado se hubo marchado, garza permaneció todavía otro rato ayudando a limpiarlo todo. La carta había sido una mala noticia, no le gustaba entregar malas noticias. Sabiendo que era contrario a toda cortesía laboral, se permitió excusarse.

 

—Perdón —dijo —, no me gusta traer malas noticias. Tortuga le sonrío antes de contestar.

 

—No mala noticia. Morir. Vivir. Volar. En la carta la receta. Heredo una historia. Cocino para recordar —se demoró diciendo. Garza, supo que esa isla con forma de hoja sería, de ese día en adelante, uno de sus rincones favoritos de la selva. —Y ahora, ¿qué sigue ahora? —preguntó.

 

—Otra vez. De nuevo —respondió tortuga —. Volver a estar juntos. Volver a comer juntos. Y no olvidar. Y recordar.