Capítulo 2

Estanque Cinema presenta

De la política y el cine

 

De sus tiempos como teatro conserva el estanque las piedras niveladas en pendiente, el acústico silencio de las cañas y un escenario central, sobre las aguas, donde ahora ubican las ranas el proyector y antes se erguían las solistas para recitar los parlamentos más importantes de la obra. Siglos de tradición dramática permanecen todavía en los resquicios del aire y si uno tiene ojos capaces de leer fantasmas, verá aparecer de vez en cuando el eco de aquel entonces. Pero no es común aquello de nublarse con presencias del ayer, y hoy, al amparo oscuro de los árboles que rodean el agua, con la única luz del proyector encendido, las ranas presentan cada semana películas para las familias del bosque, que acuden, con risueña expectación, a entretener las horas previas al día de descanso.

 

Agustina nació y creció en la era del cine. De vez en cuando, en croares viejos, mientras participaba de los banquetes comunes, escuchó hablar de los antiguos cantos, de los trajes que las ranas utilizaban para representar, de las respuestas de los coros donde cientos unían sus gargantas para ser una voz sola.

 

 

Historias del pasado, otros tiempos donde era el sonido y no la luz el protagonista. Puede comprender la nostalgia —es una rana sensible— pero no la comparte: hija de la luz, ha crecido con las historias del proyector marcando cada evento de su vida. No concibe un milagro más grande que ese. Desde pequeña se involucró con el ritual de los fines de semana: preparó las gradas, ayudó a desembalar las películas que traían los visitantes de bosques lejanos, aprendió a cargar las cintas y, en una noche que recuerda todavía con felicidad, finalmente le permitieron hacerse cargo de la proyección: encender la luz para entrar en los sueños.

 

No concibe una felicidad más plena que la que siente las noches previas a los días de descanso, cuando con un movimiento de sus dedos abre para los animales del bosque una existencia de brillos proyectados en la roca. Es por eso por lo que consiguió, por arduos caminos pues no existía esa tecnología en su bosque, una cámara de video.

Fue un capricho inexplicable. Para las demás ranas no tenía sentido tomarse tantas molestias, traer algo desde otro bosque implicaba un esfuerzo desmesurado. Con el proyector era distinto, tuvo sentido la dificultad porque así resolvían sus tareas. Ellas eran la voz de las historias en la noche, las encargadas de llevar los cuentos a la memoria de todos los animales, antes había que escribir, actuar, cantar. Ahora bastaba esperar que llegaran las películas cada mes y proyectarlas, de vez en cuando hacer mantenimiento al proyector. No necesitaban ninguna cámara de video. Pero desde que Agustina proyectaba todo fluía mejor que nunca, y su capricho, por inexplicable que fuera, no causaba ningún mal. Meses más tarde los habitantes del bosque verían pasar a Agustina con su cámara en la espalda, más feliz que nunca en su metamórfica vida.

 

Sus primeros ejercicios fueron paisajes donde se sentía a gusto. Quería buscar la luz del bosque, retratarla allí donde sabía que no tenía igual en ninguna otra parte. Secretamente, mientras asistía cada semana a las proyecciones que dirigía, Agustina había ido soñando preguntas.

Mientras gozaba con las historias de las películas se preguntaba por qué no aparecían allí paisajes como la pradera de las margaritas, con su blancura aterciopelada, o como la vía de los topos, que siempre conservaba una luz fresca. Y bueno, por qué no aparecían tampoco los topos, o la numerosísima familia de ratones que se encargaba de cuidar las margaritas en la pradera de las margaritas. Por qué podían aparecer en la luz del proyector otros bosques, con otras historias, con otros caminos y otras voces y no podía aparecer también éste, su bosque, el bosque que habitaban quienes cada fin de semana se sentaban en las graderías. ¡Ah!, y, sobre todo, ¡por qué nunca aparecía ninguna rana!

 

Llenarse de preguntas no impedía que Agustina siguiera disfrutando como siempre de las historias, era encender el proyector y sumergirse en ese otro mundo, y gozar con sus narraciones, con sus imágenes. Pero luego, cuando recorría las gradas apoyando en la limpieza luego de la proyección, se entretenía imaginando que empezaba a responder esas preguntas, se emocionaba imaginando que tal vez un día podría, por un par de minutos, antes de la proyección principal, poner sus propias imágenes en la luz: mostrar la ceiba inmensa donde graban sus nombres los recién llegados al bosque, la isla en medio del río donde la tortuga duerme sus días, incluso, por qué no, el canto de alguna de las ranas viejas, que en soledad repite un fragmento del coro de aquellas perdidas canciones de cuando el estanque era un teatro. Emocionada, algunas noches llegaba incluso a imaginar que en el cartel de bienvenida, ese donde se anuncia la película de la noche, aparecería un título elegido por ella.

 

“Estanque cinema presenta…”.

 

Por eso recorría el bosque con la cámara en su espalda, e incomodaba a los puercoespines jóvenes que corrían en los claros, y espiaba al búho cuando leía en las mañanas antes de irse a dormir. Por eso iba recogiendo, en relámpagos, la vida del bosque. En el proceso descubrió que mirar a través de la cámara era muy distinto a mirar de cualquier otra forma. Lo que miraba, lo que elegía grabar, se cargaba de un sentido nuevo, como si entrar en la cinta fuera una manera de diferenciarlo del mundo, de resaltarlo, de imprimirle nuevas fuerzas. De repente el bosque, que había sido su hogar toda la vida, fue abriéndose a sus preguntas, a la curiosidad de sus ojos, y además de lo que ya conocía y ya amaba, encontró otras facetas. Algunas eran igualmente bellas, otras eran dolorosas, problemáticas. En todo se detenía su reciente curiosidad, con todo se iba llenando de imágenes la cinta de su memoria. Una mañana sintió que era el momento. Pasó toda esa semana preparando su primera cinta.

 

 

La noche de su estreno, Agustina temblaba. Las gradas se fueron llenando, según el ritual cotidiano, hasta copar su capacidad. Como después de cortar y pegar había encontrado que no tenía ni una decena de minutos en su historia, decidió usarla como una proyección previa a la programada. Cuando llegó el momento, puso la cinta, su cinta, y encendió la luz del proyector. La primera escena mostraba el amanecer en el estanque, este mismo desde donde estaban ahora viendo y que se llenaba lentamente de luz. Hubo un murmullo de asombro entre los asistentes. De repente, en la pantalla un grupo de ranas jóvenes saltaban al agua y empezaban a cantar. Hace muchos años no se oía el canto de una rana en el estanque de noche. Y ahí estaba, en la pantalla, como si fuera posible ver fantasmas.

 

La escena se interrumpía torpemente y daba paso a un recorrido por el camino de los topos, que a su vez se cortaba para rodear la ceiba deteniéndose en los nombre grabados en ella, los más viejos cubiertos ya de corteza, los más nuevos todavía brillantes de savia (un zorro, reciente abuelo, aplaudió al ver el nombre de su nieto). Durante ocho minutos y treinta segundos el bosque estuvo en la pantalla. Cuando la luz blanca indicó el final de su corto, Agustina se apresuró a poner la película de esa noche, la echó a rodar, e intentó concentrarse en la historia. Quizás habría logrado vencer sus nervios, y concentrarse, pero había un murmurar constante a su alrededor. Voces llenando la noche.

 

—¿Vieron la ceiba?
—No sabía que las ranas cantaran…
—Sí, yo le elegí el nombre.
—No sabía que estuviera pasando eso con los ratones, ¡hay que hacer algo para ayudarles!
—Por ese camino paso todos los días.

 

Agustina, angustiada, descubrió que nadie veía la película. La tarea de las ranas era llenar esa noche, antes del día de descanso, y ahora, por culpa suya, nadie estaba atento a la proyección. Si saber qué hacer, ante las voces cada vez más altas, buscó a su alrededor y congelada en su sitio junto al proyector vio que se acercaba, nadando despacio, una de las ranas viejas. Aguardó su llegada con el frío de lo inevitable. La anciana se acercó a ella y señaló la pantalla.

 

—Nadie está viendo la película —dijo, Agustina no sabía que responder, excusarse no serviría de nada; antes de que pudiera decir cualquier cosa llegó, clara, la voz del zorro desde las gradas. Estaba llamándola, llamándolas. Se giraron hacia él para escuchar.

 

—Hola, disculpen, creo, creo que hablo por todos, no sé si sea posible, pero, si es posible, si se puede, podrían, tal vez, ¿podrían volver a poner la otra película?