Capítulo 11

El hilo invisible

De la política y la moda

 

Existía en el bosque una manera de decir cuando querían afirmar de algo que era firme, duradero. “Está tejido por oruga”, afirmaban, y aunque los más jóvenes no lo recuerden, aunque los niños no lo comprendan, la historia detrás del dicho es una historia real. En cada familia del bosque puede encontrarse, si se busca bien, un testigo silencioso de este cuento, un testimonio que conserva un pedacito de la historia. Puede ser un sombrero, un calcetín, un chaleco con tres botones y el detalle de una flor junto al ojal. Puede ser una bufanda tenue como la brisa, o un par de guantes con agujeros para que asomen los dedos del perezoso. Seguro en cada casa hay uno, pero vamos al principio, para que todo sea más fácil de comprender. Digamos, como dicen los cuentos:

 

Había una vez en el bosque una joven tejedora cuyo talento no era todavía reconocido. Hasta entonces el trabajo de las telas, la confección, pertenecía casi que exclusivamente a las arañas, quienes podían tejer en grandes cantidades, por horas y horas sin agotarse. Nuestra protagonista no era, sin embargo, una araña: era una oruga. Las orugas, como todos saben, necesitan de su tela para convertirse en mariposas, por eso era extraño el deseo de nuestra protagonista: quería tejer para otros, incluso si eso significaba no lucir nunca un par de alas, incluso si eso significaba sacrificar el esfuerzo de su tela para usarla en sus tejidos. Al comienzo todos creyeron que era un capricho, un arrebato de la juventud, una de esas locuras justificables por la edad y permitidas con condescendencia. Pero poco a poco, prenda a prenda, los animales tuvieron que reconocer que oruga quería tejer. Y poco a poco, prenda a prenda, los animales tuvieron que reconocer que en el tejido de oruga había algo especial, algo que nunca habían visto.

 

 

Empezaron a ganar popularidad las prendas tejidas por oruga. Su producción era lenta, es cierto, y en cada caso no permitía a los animales elegir qué deseaban encargar. Les recibía en su árbol, los observaba, y les decía una fecha en la cuál recibirían su tejido. Uno podía ir queriendo un cinturón y resultaba que tejía un gorro, o ir por un gorro y terminar con una bufanda, o ir por una bufanda y terminar con un chal, o ir por un chal y bueno, ya me entienden. Lo extraño del procedimiento alejó a algunos, pero sólo al principio. Con el tiempo incluso quienes se habían negado al comienzo fueron pasando por sus patas, dejándose observar para la toma de medidas, y vistiendo, eventualmente, alguna de las prendas de oruga. Por si lo anterior fuera poco, tenía otra regla: sólo tejía una vez para cada animal, y nadie, ni a grandes ofertas, pudo quebrantar su voluntad de la prenda única.

 

Las arañas, que llevaban en eso del tejido largo rato, miraban con suspicacia la práctica de oruga. No tanto por la competencia, que bajo los parámetros de oruga no existía, sino por el misterio que envolvía, como un capullo estrecho, todas las rarezas de su oficio. Enviaron comités a espiarla, procuraron captar en su rutina y en su hacer una explicación, un truco, un sutil engaño que revelara la necesidad de tantas argucias. Al final les habría valido más preguntarlo de frente, porque cuando una se atrevió por fin a preguntarle, cuando de pie frente a oruga una araña le dijo “bueno, y usted ¿porqué hace sólo una prenda por animal?” oruga no tardó en responderle. “Para las arañas es distinto”, dijo, “pues tienen toda la tela que quieran, la mía es limitada, y prefiero que quede con todos los animales y no sólo en unos pocos”. Sorprendida por la respuesta, esa araña espía fue la primera araña en encargarle una prenda. Oruga le tejió unos guantes.

 

Y poco a poco el árbol de oruga empezó a llenarse de arañas. Las viejas tejedoras del bosque, curtidas en su experiencia, peregrinaban al taller de oruga para redescubrir los secretos del oficio, para volver a aprender lo que habían aprendido hace tanto que podían hacerlo con los ojos cerrados. No, esa fue la primera lección de oruga, había que tejer siempre con los ojos abiertos. Para poder guiar con detalle, para poder cuidar cada pequeño gesto del tejido, para poder ver bien a los animales a quienes iba a vestir. El tejido de las arañas empezó a ser, entonces, diferente. Ya no tejían tanto, ni en serie, cada prenda era pensada para cada animal y si renunciaron a las extravagancias de tela inútil puesta en formas inverosímiles fue para incluir más sutiles modos, y más duraderas puntadas. Los animales de ahora quizás se sorprenderían de saber que en otros tiempos las arañas no tejían con el cuidado de hoy día, pero fue así, tal como lo cuento, hasta que oruga les enseñó de nuevo los misterios detrás de cada hebra de hilo.

 

 

Con el tiempo casi todos los animales tuvieron su prenda hecha por oruga. Con el tiempo, también, se veía que la vejez llegaba sobre el cuerpo de la mejor tejedora del bosque. Iba llenando sus gestos, sus patas, su lomo. Las arañas, que habían llegado a considerarla su mentora y su amiga, se sorprendieron al recordar de golpe lo breve que era su vida. Una oruga no dura demasiado. Crece, teje su capullo, se convierte en mariposa.

 

¿Se arrepentía oruga de no haber usado sus hilos para su metamorfosis? “No”, contestó cuando le preguntaron, “creo que no todas las orugas nacen para mariposas, y a mí me alegra haber elegido seguir así, oruga, hasta el final”. Y como no querían hablar del final decidieron no preguntar más, y acompañar a oruga hasta un extremo del árbol desde donde se veía el camino de los topos, que a esa hora de la tarde rebozaba de tráfico.

 

Oruga gustaba de mirar el ajetreo, el paso veloz de tantos animales tan distintos. Le gustaba más ahora que antes, porque podía reconocer, pese a la edad y a la distancia, en cada uno de los animales paseantes alguna de las prendas que ella, o una araña discípula, había tejido. Allí un sombrerito, allá un chaleco, acá unos pantalones. Todo tejido por ellas, todo acoplado a los animales que los vestían como si fuera parte de ellos. ¿Cómo sabía oruga lo que cada animal necesitaba de vestir? ¿Cómo podía saberlo incluso mejor que los animales que se presentaban en su taller a solicitar una prenda? “Los veo”, contestó también a esa pregunta, en una de sus últimas lecciones a las arañas, “los veo bien y entonces lo sé”, concluyó. Y aunque las arañas no entendieron del todo, con el tiempo aprendieron. Aprendieron a ver, y también ellas lo supieron.

 

 

Que este necesita abrigarse la garganta, porque sus palabras son frías. Que le conviene a esta otra cuidar las garras, para que sus manos conserven suavidad. Que mejor para el joven soñador un sombrero, que le ayude a evitar que los pensamientos se le escapen demasiado. Y un abrigo para el que tiene el corazón expuesto. Y un pantalón corto para quien necesita recordar que correr y jugar son parte de la vida. Cada uno llevaba ya la intuición de su ropaje, y si no podían verla, oruga la vería por ellos. Fue el último aprendizaje de las arañas, o al menos eso creyeron quienes escucharon la historia, que en este punto se encontraría con el punto final.

 

Pero hay algo más después, unas palabras más que fueron secreto, el último secreto compartido entre tejedoras, la última y verdaderamente última lección. Ocurrió un amanecer, oruga llamó a las arañas a su mirador y les indicó el despertar del bosque. “Miren”, dijo, y ellas miraron. Y tal vez fuera el rocío de la hora, tal vez fuera la neblina tenue, tal vez fuera la solemnidad amorosa de la voz de oruga, pero algo en ese momento permitió que lo vieran por primera vez. Estaba en cada árbol y atravesaba cada animal y se perdía bajo cada piedra y se sumergía temblando en el río. Lo tocaba todo, lo enlazaba todo. Había un hilo invisible tejiendo toda la vida del bosque, conectándola, tensándose en cada animal y en cada planta y en cada piedra y en cada gota. Un hilo invisible que las arañas observaron atónitas y siguieron con la mirada hasta descubrir que también llegaba hasta ellas y que también llegaba hasta oruga.

 

“Este es mi último secreto”, les confió, “cuídenlo mucho, que jamás se rompa, es la hebra más importante de todas”. Y eso fue todo, luego guardó silencio, y cerró los ojos, y voló lejos, liviana, transparente, como tal vez vuelen solo las más raras mariposas.