Capítulo 1

La primera biblioteca voladora

 

De la política y la literatura

 

Un día el búho decidió desperdigar su biblioteca. Durante sus visitas de los domingos, las demás aves lectoras miraron con sospecha y luego con temor, cómo los anaqueles de la casa del búho, repisas soberbias en madera labrada con volúmenes viejos y nuevos y escasos y muy leídos, iban quedando vacíos, mientras día a día, semana a semana, el propietario de los tomos salía de casa con un par en la bolsa y regresaba con la bolsa vacía o cargada de flores que recogía en el camino de vuelta.

 

Eventualmente alguien se atrevió a preguntar qué estaba ocurriendo, a dónde iban a parar los libros que dejaban ese abrumador espacio vacío en la biblioteca antes llena. ¿Acaso necesitaban una nueva encuadernación y por eso los estaba retirando uno a uno para llevarlos donde los expertos restauradores?, ¿o acaso el búho había descubierto por fin que a las paredes de su casa no les cabía un libro más y por ese motivo había empezado un lento pero gustoso traslado de su biblioteca a otro espacio más amplio al que las aves del club lector serían invitadas, previa invitación escrita en la prístina caligrafía del búho, cuando todo estuviera en su sitio, cuidadosamente ordenado, bellamente lleno de libros desde el zócalo hasta el techo?

 

 

Ante la curiosidad de las pupilas que le observaban desbordadas, el búho se limitó a soltar una brevísima carcajada y a negar suavemente antes de retomar la conversación sobre la última novela del zorro. Se sentía feliz de saber que, a su edad, era todavía capaz de causar sorpresa, y se regodeaba al imaginar lo que ocurriría una vez las demás aves del club lector se enteraran del destino de sus libros, sus apreciados libros, sus muy queridos libros. Ya llegaría ese día, por ahora, daba gusto escuchar a la golondrina, que insistía, con el fuego que sólo la verdadera pasión (esa cuyo centro es el amor y cuyo destino es compartirlo) despierta, que esa novela era lo mejor que el zorro había escrito, y quizás lo mejor que cualquiera había escrito en el bosque en los últimos veinte años.

 

La golondrina acariciaba el lomo de su ejemplar mientras hablaba de los personajes, de la construcción de la historia, de lo mucho que había significado para ella un cierto fragmento en la página 293 que en cuatro líneas certeras la había hecho sentir menos sola. De todas las aves miembro del club lector, la golondrina tenía especial aprecio a ese espacio: había allí encontrado, finalmente, un lugar para encontrarse con sus iguales, con otras que como ella sentían aligerarse las horas sumergidas en los vientos de la ficción, y aprendían de las historias nuevas formas, distintas formas, diferentes formas de asumir el mundo del bosque e incluso el mundo más allá del bosque. Era, también, quien más curiosidad sentía sobre la desaparición de los libros del búho, y por las maravillosas coincidencias de las fábulas, fue ella la primera en resolver el misterio.

 

Una mañana, mientras volaba bajo y lento dándole vueltas a un verso camino al trabajo, reconoció, sobre una roca del camino de los topos, el brillo inconfundible de las letras doradas de la colección de clásicos del búho. Detuvo su vuelo, aterrizó frente al libro y corroboró su sospecha. Se trataba de la Crónica del gran incendio oriental, uno de los libros de historia que contenía la narración poética del incendio que había arrasado el oriente del bosque y como sólo el trabajo de todas las especies (las que vuelan, las que trepan, las que reptan, las que nadan, las que duermen…) las llamas se habían detenido. Era, sin lugar a dudas, el ejemplar del búho pues nadie más en el bosque tenía ni ese ni ningún otro de la colección de clásicos. Además estaba en perfecto estado, y el búho se distinguía, como ella misma (lo pensó con orgullo), por el cuidado con que trataba sus libros.

 

Pensó en un par de posibilidades. Quizás el búho, ya tan adulto (no se permitía pensarlo como a un viejo) había empezado a perder la memoria y había olvidado el libro allí. Por suerte estaba bien puesto en la roca y resguardado de la lluvia o la humedad. Lo cogió con reverencia, abrió su bolsa, y lo acomodó con cuidado junto a su ejemplar de la última novela del zorro (no se desprendía de ella por si necesitaba volver a leer algún fragmento a lo largo del día). Decidió faltar al trabajo para devolverle su libro al búho, así de urgente se le presentaba su tarea. Levantó vuelo y recorrió las nubes que la separaban de la casa de éste tan rápido como pudo.

 

No lo encontró en casa, aunque la puerta estaba abierta (de un tiempo a esta parte siempre lo estaba, pese a las recomendaciones de todos). Recorrió, mientras lo esperaba, la gran sala donde se reunía el club lector. Ahora, sin las demás aves y en silencio, era todavía más evidente que las repisas estaban quedando vacías, debían faltar por lo menos unos doscientos libros. La golondrina recordó la crónica del gran incendio oriental, sobre una roca y tuvo escalofríos, la sacó de su bolsa e iba a devolverla en su lugar entre los clásicos para irse, cuando escuchó regresar al búho, entraba sonriente a la sala, traía su bolsa de libros llena de flores y aunque se sorprendió al verla con su libro en las manos no hizo otro gesto más que ulular suavemente. La golondrina, sin saber bien cómo proceder (¿debería decirle que estaba viejo?) le extendió el libro.

 

—Lo encontré en el camino de los topos, creo que se le ha caído allí —dijo con palabras más rápidas que su vuelo. El búho la observo sonriendo, y le pidió que por favor abriese el libro en la primera página. Con el temblor de las revelaciones la golondrina obedeció, allí, en la cuidada caligrafía del búho, había un mensaje:

 

“Este libro pertenece a la primera biblioteca voladora. Querido lector, una vez terminada tu lectura déjalo donde otros puedan leerlo. Así seguirá su vuelo. Te lo agradece, búho”.

 

—Los libros —dijo el búho, señalando alrededor cuando la golondrina terminó de leer y lo miró confundida —, son como las aves, no fueron creados para estar en jaulas, por muy bonitas que se vean las jaulas con ellos dentro.

 

Aunque entendía que había pasado algo importante todavía era demasiado pronto para entenderlo. La golondrina asintió, le entregó el libro al búho, musitó una despedida y salió volando. Necesitaba pensar. En un claro del bosque buscó silencio para sus pensamientos, se sentó apartada, a la sombra de una ceiba, y pensó. La primera biblioteca voladora. Así que eso era lo que estaba pasando con los libros del búho. Con todos. Con los poemas de Horacio que había echado en falta. Con las sagas de los deshielos. Los imaginó abandonados por ahí, al sol y al agua.

 

Un escalofrío le recorrió las plumas y sacó de su bolsa el ejemplar de la novela del zorro. Amaba ese libro. Nadie lo iba a amar como ella. Nadie lo iba a cuidar como ella. Acarició su lomo, la portada, pasó lentamente las páginas para sentir el olor de la tinta impresa. Volvió a la frase subrayada que tanto la había impactado y comprobó que era capaz de recitarla de memoria. Entonces una voz pequeña llamó su atención. Había descendido cerca a un prado donde tomaban su descanso las fábricas de semillas y un joven puercoespín, en su uniforme de operario, le acababa de preguntar que libro era ese. En un impulso, impropio en ella, la golondrina extendió el ala, con el libro en ella, para alcanzárselo al puercoespín. Lo vio dudar un momento y finalmente decidirse a afirmar en un movimiento parco y alejarse.

 

¿Por qué no había recibido el libro?, ¿por qué se alejó cuando ella se lo ofreció?, ¿por qué no había aceptado tomarlo para leer la nueva novela del zorro, la mejor que se había escrito en el bosque en los últimos tiempos, y quizás la mejor que se había escrito jamás? Entonces entendió. El libro era suyo, un desconocido no iba a acercarse a algo ajeno. Buscó en su bolsa un bolígrafo, abrió el libro en la primera página y escribió.

 

“Este libro pertenece a la segunda biblioteca voladora. A los libros como a las aves les gusta volar. Una vez termine de leerlo déjelo donde alguien más pueda encontrarlo. Te lo agradece, golondrina”.

 

Siguiendo un entusiasmo repentino dejó el libro recostado contra la ceiba donde había estado sentada y levantó el vuelo. Se sentía ligera, como flotando. Mientras se alejaba volvió a mirar atrás apenas una vez, suficiente para ver cómo el joven puercoespín se acercaba hasta el libro y lo abría.